Libro de cuentos de Horacio E. Bueno

CUENTOS

domingo, 4 de julio de 2010


Este es el primer libro del autor, que debuta nada menos que con veintinueve cuentos escritos con prosa segura, en los cuales muestra haber aprendido el oficio de narrar. Sabe, además, utilizar los diálogos como herramienta expresiva (un buen ejemplo es “Una biblioteca para Flor”).
En general los personajes de Horacio Esteban Bueno son neuróticos y solitarios y, en sus irónicos comentarios sobre la vida cotidiana, deslizan cierta misantropía y, a la vez, un giro hacia el absurdo (“El objeto en cuestión”, “El cuerpo tendido”). Otros cuentos son eminentemente circulares, y en ellos se respira un extraño aire de irrealidad (“La invasión”, “En el camino”), y en algunos la soledad se torna materia predominante, como en “¿Vas caminando para allá?”, o en “El rastro”, que evoca a una mujer bella, ideal e inalcanzable (”Me di vuelta y me alejé hacia el sur, donde me han dicho que se encuentra el amor al que busco desde hace un año transitando esos mismos lugares que ella tocó y donde dejó su rastro”).
El componente onírico no está ausente en esta colección de cuentos, y con esa tónica desfilan “La mujer de mis sueños”, “La galera”, “El viaje” (“¿Y mi viaje imaginario de todos los días? ¿Dónde quedaría el magnífico safari que pensaba emprender un poco más adelante, luego de plaza Miserere?”), y “El hechizo”, que asume el carácter de precognición y emite una brisa esperanzadora: “regresó a su adolescencia con la tranquilidad de saber que la felicidad la esperaba al final del camino”.
Pero también, poniendo en evidencia la versatilidad de Bueno, el realismo tiene su participación y así, en “La justificación”, se desarrolla un sincero y crudo diálogo entre un padre y su hijo, se respira frescura y alegría en “El gol”, y “El colorado Pérez” desborda emotividad.
En suma, El objeto en cuestión es una amplio conjunto de cuentos de temática y estéticas variadas, para mayor placer de la lectura.


Germán Cáceres

domingo, 6 de junio de 2010

EL OBJETO EN CUESTIÓN

Abrió la puerta como todas las mañanas en busca del diario y se encontró con un paquete rectangular esperándolo. En un principio temió un atentado pero luego recordó que hacía años que no tenía amigos ni enemigos que pudieran querer hacerle daño. Descartó la hipótesis del regalo sorpresa y observándolo, la curiosidad lo invadió. Por la forma, podía contener diversos objetos y hasta estaba en condiciones de guardar los sentimientos reunidos de toda la humanidad. Pensó en la vastedad de las formas geométricas. Por el lugar donde se encontraba, no había dudas que había sido puesto allí para que él lo vea; pero existía la posibilidad que estuviese esperando a un transeúnte de paso por la vereda ya que si bien no estaba apoyado en medio de la acera, tampoco yacía pegado a su puerta.
Tomó el periódico en busca de información. Se representó la idea de un anuncio que lo desasne de la duda. Nada encontró. Al parecer, pensó, era el único que en estos momentos tenía ante sí un objeto rectangular, color violeta.

Disimuladamente observó las puertas del vecindario. Cerradas. Nadie lo observaba, o al menos, eso creía. Dejó el diario a un costado y se agachó decidido a tomar el paquete; no pudo levantarlo. “Pesa una tonelada”, dijo. Se deslizó hacia el otro lado y se dispuso a empujarlo con dirección a su casa. Tampoco logró moverlo. Volvió su mirada hacia atrás para descubrir al bromista riéndose de su impotencia. La calle se encontraba desierta.
Con cautela ingresó a su propiedad y llamó a su esposa. A esa con la que no hablaba demasiado y con la cual había discutido la noche anterior. La misma que seguramente, luego de indicarle que lo que intentarían hacer era de cumplimiento imposible, se abocaría a ayudarlo con las reservas del caso.
Rodearon el objeto, lo analizaron, lo palparon, lo midieron y comenzaron la misión de desplazarlo. Luego de varios intentos, concluyeron que, a fin de saber a que se enfrentaban, necesitarían desenvolver el paquete. El proyecto deliberado de introducirlo en su casa debía tener alguna base sólida ya que si se trataba de una piedra o un imán, como suponían, de nada valía el esfuerzo. Por otro lado, contaban con una ventaja: nadie los observaba. No necesitaban más intimidad que la que tenían.

Quitaron el papel violeta y descubrieron un objeto dorado. Podría tratarse de un meteorito o un lingote de oro. Ninguno dudó del valor monetario del mismo y se dispusieron, con mayor ahínco, a ingresarlo en su casa. Ataron el paquete con una soga y tiraron hasta caer extenuados. Con los conocimientos adquiridos en su escuela industrial, el hombre diseñó una polea que indicaba que por intermedio de la trasmisión de fuerzas y realizando el mismo esfuerzo se podía obtener un resultado diferente al conseguido hasta entonces. Nada.
En algún momento, en medio de tires y aflojes, la mujer descubrió que el objeto tenía una tapa. No se trataba de algo macizo sino que era una caja que contenía otra cosa en su interior. Luego de buscar un elemento para hacer palanca, comenzó la faraónica empresa de intentar abrir el cofre. Ambos hicieron fuerza, quisieron introducir una cuña por la pequeña hendija que habían descubierto. Probaron con un hacha pequeña que usaban para partir la leña de la chimenea. Todo resultó inútil.
Vencidos y con el sol sobre sus cabezas se sentaron espalda contra espalda para juntar energía. La mujer vació una botella de agua sobre su cabeza, luego sacudió su cabello salpicando a su esposo. Rieron y se recostaron en medio de la vereda. El sol calentaba sus rostros. Cerraron los ojos y pensaron en broncearse mientras el sueño los invadía. Fue allí cuando el objeto, solo, se movilizó.
Se levantaron rápidamente creyendo que la gravedad incontenible estaba cediendo pero no era así. Otro fenómeno mucho más complejo había sucedido. Supieron que, cuando dejaron de prestarle atención, ese cuerpo dorado comenzó a deslizarse, persuadido de prevalecer en el centro de sus vidas.
Intrigados y, como quien nada busca, se miraron, se hicieron una seña cómplice como hacía años no se hacían. Ingresaron al hogar sin mirar el paquete. Cerraron la puerta, caminaron unos pasos y no tardaron en escuchar un golpe desde el exterior.
La mujer lo detuvo cuando el hombre se disponía a abrir saboreando la victoria. De repente, consideró que introducir la caja en su propiedad podía ser comprometedor. Un objeto que se movía solo parecía peligroso. Recapacitando, ambos estuvieron de acuerdo y cerraron con llave. Trabaron y dispusieron las medidas de seguridad. Desplazaron un escritorio y colocaron libros encima para evitar que la puerta pudiera abrirse. La presión era grande, la madera cedía. Buscaron las vías de escape; descubrieron que la única salida estaba tapeada. Por temor habían enrejado todas las ventanas que, a la vez de impedir que alguien ingrese, también impedían que salgan. Corrieron hacia el teléfono y discaron el número de la policía. Uno de ellos explicó someramente el hecho y rogó por la presencia de personal uniformado en forma urgente. Una fuerza irrestible amenazaba con ingresar y hacerles daño.
Víctimas del pánico se atrincheraron en el rincón más alejado. Dispusieron un sillón y varias sillas contra una pared, movilizaron una mesa recostada y se cubrieron con una manta. Ocultos así pensaron que no serían descubiertos. Recordaron el arma en el cajón de la cómoda pero entendieron que no daría resultado. Desearon poseer un rayo láser. Se figuraron un ataque alienígena devastador. De todas maneras, la mujer sostenía, con manos temblorosas, un cuchillo de cocina.
Unos minutos después escucharon al patrullero detenerse. Ruido de chapa, cargadores activados, gritos de atención. Un helicóptero. El hombre se arrastró cuerpo a tierra para evitar que alguna bala perdida lo lastime. Se acercó a la puerta, apartó algunos libros. Ocultó la Divina Comedia temiendo su destrucción; abrió Crimen y Castigo cuando recordó que allí había escondido una carta preciada y la guardo en su bolsillo trasero. Observó por la mirilla cuidadosamente. Se dio vuelta sorprendido. La caja no estaba. Regresó a donde esperaba su esposa; erguido, seguro y dijo “todo ha concluido”. La mujer se incorporó, lo apartó, caminó hacia la entrada y, luego de echar un vistazo, llegó a la misma conclusión. Resolvieron salir a explicar lo sucedido al oficial quien de mala gana les dio la espalda y se retiró haciendo una seña al resto de los policías que apuntaban con sus itakas. Escucharon como el hombre de la radio decía “Falsa alarma, nos retiramos”.
El sol volvió a calentar, una tenue brisa acarició sus rostros. Inhalaron el perfume de los jacarandá de la cuadra. Las puertas y ventanas del vecindario comenzaron a abrirse. Se restableció la circulación de autos.
Tomando la mano de su mujer, esa que compartió los intentos por introducir y luego por repeler un extraño paquete; el hombre se sintió aliviado. La abrazó, la besó como hacía mucho tiempo no hacía y la invitó a pasar.
Cuando ingresaron la caja estaba dentro. Pero ellos, absortos y llenos de ese amor que había vuelto, no lo advirtieron. Unas horas mas tarde el objeto en cuestión se había diluido tan misteriosamente como había llegado.